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domingo, 9 de marzo de 2025

Fallas y Renfe: una mala combinación (pero una gran tradición de caos y resignación)



La primavera en Valencia trae muchas cosas: pólvora, luces, churros a precio de joyería y, por supuesto, el colapso ferroviario de cada año. Es un espectáculo tan garantizado como la Ofrenda a la Virgen o el borracho que canta Valencia en Fallas en el último vagón del Cercanías. Renfe, con su legendaria capacidad de planificación (o falta de ella), vuelve a ofrecernos su clásico espectáculo de trenes insuficientes, retrasos infames y una experiencia de viaje que haría que hasta los usuarios del metro de Tokio sintieran claustrofobia.

Renfe y Fallas: un amor tóxico

Todos los años, el número de visitantes a las Fallas crece. Y todos los años, Renfe parece descubrirlo como si fuera una novedad. ¿Más gente en la ciudad? ¿Más necesidad de transporte? ¡Qué sorpresa! En su infinita sabiduría, la compañía ferroviaria decide poner... los mismos trenes de siempre. O peor, incluso menos. Quizá piensan que si la gente se aprieta bien, como en una mascletà humana, cabrán todos.

A esto hay que sumarle el inigualable sistema de información de Renfe: pantallas que anuncian trenes que nunca llegan, avisos por megafonía que suenan como si el locutor estuviera hablándole a un submarino de la Segunda Guerra Mundial, y empleados cuya única respuesta es un encogimiento de hombros digno de un filósofo existencialista.

El ritual del ganado humano

Viajar en tren durante Fallas es una experiencia mística. La estación de Valencia Nord se convierte en una versión ferroviaria de los Sanfermines, con hordas de personas intentando colarse en el primer tren que pase, sin importar el destino. No importa si el cartel dice Gandía, Buñol o Vladivostok: la clave es entrar.

El momento cumbre llega cuando, después de media hora esperando, aparece un tren con la mitad de vagones que en un día normal. En ese instante, los viajeros olvidan su humanidad y se transforman en seres primitivos cuyo único objetivo es ganar un metro cuadrado de espacio. Los empujones, codazos y pisotones son la norma, mientras Renfe mira desde la barrera, probablemente anotando ideas para futuros experimentos sociológicos.

Los invisibles: los vigilantes de seguridad en medio del caos

Y en medio de este delirio colectivo, entre gritos, empujones y turistas con cara de trauma, están ellos: los vigilantes de seguridad. Siempre ahí, flotando en su trabajo, con los pies doloridos y las caras de cansancio de quienes saben que su jornada no tiene final feliz. Mientras la gente se empuja y se queja, ellos intentan que las Fallas sean, al menos, un poco más tranquilas y seguras.

Pero claro, ¿quién se acuerda de ellos? Para la mayoría, son meros obstáculos en su desesperada carrera por coger el tren. Les ignoran cuando dan indicaciones, les insultan cuando intentan poner orden y, si hay algún altercado, se les exige que intervengan como si fueran un comando de élite.

Aguantan horas y horas en pie, rodeados de una marea humana que no deja de moverse, de presionar, de agobiar. Y aún así, ahí están, tratando de evitar avalanchas en los tornos, impidiendo que los más avispados se cuelen sin pagar y, en general, conteniendo la locura con una paciencia digna de estudio. Porque sí, es fácil quejarse de Renfe, pero pocos se paran a pensar en el infierno logístico que supone gestionar un rebaño humano enfurecido cuando la empresa ferroviaria ya ha fallado antes incluso de empezar.

La resignación, el verdadero billete de Renfe

Lo más impresionante no es el colapso, sino la reacción del público. Porque aquí nadie se sorprende. Nadie protesta. Nadie exige explicaciones. La mayoría de la gente suspira, resopla y acepta su destino, como si hubieran nacido para esto. "Es lo que hay", dice el señor con la bufanda del Levante. "Es Renfe", añade la señora que lleva treinta minutos con la cara pegada a la axila de un desconocido.

Mientras tanto, los vigilantes siguen en su lucha silenciosa, observando la masa humana con esa mirada que mezcla agotamiento, incredulidad y un toque de tristeza. Saben que esta historia se repetirá mañana, pasado y el año que viene. Y, aún así, seguirán ahí, en medio del caos, sin que nadie les dé las gracias.

Conclusión: la tradición que nunca falla (aunque falle todo lo demás)

Renfe y Fallas son dos caras de la misma moneda: el caos absoluto, la resignación colectiva y la certeza de que, pase lo que pase, todo seguirá igual el año que viene. Así que si estás pensando en viajar en tren durante estas fiestas, prepárate para la experiencia. Coge aire, olvida la esperanza y, sobre todo, si ves a un vigilante de seguridad en plena batalla contra la marea fallera... por una vez, mírale a los ojos y dale las gracias. Aunque sea por haber sobrevivido otro año más.

Gracias por ver el vídeo. Ah, no, espera, esto es un artículo. Bueno, da igual.






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